El Universal

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sábado, febrero 19, 2005

En el reino de los miopes

Por James Neilson
Las diversas reparticiones del Estado argentino nunca se han destacado por su eficacia, pero hasta hace relativamente poco parecía que los más se habían resignado a sus defectos como si se tratara de meros detalles anecdóticos. Por desgracia, no lo son. Inciden no sólo en la calidad de vida de todos los habitantes del país sino también en su relación con el resto del planeta. En un mundo globalizado, la llamada "comunidad internacional" sencillamente no puede tolerar que haya jurisdicciones en las que por la falta de controles puedan moverse a sus anchas delincuentes, corruptos y terroristas fanatizados. No extraña, pues, que las grietas que periódicamente se producen en el orden social y legal argentino estén ocasionando inquietud no sólo en el país sino también en el exterior.
Huelga decir que los más preocupados por tales síntomas de anarquía incipiente han de ser los argentinos mismos. A menos que los dirigentes políticos se permitan distraer por un rato de las internas que tanto los fascinan para hacer un esfuerzo mayúsculo por dotar al país de una administración pública adecuada para los tiempos que corren, seguirán produciéndose desastres como los supuestos últimamente por el incendio que mató a casi doscientas personas en el boliche República de Cromañón, el motín carcelario cordobés y el escándalo inverosímil vinculado con la exportación a Europa de 60 kilos de cocaína contenidos en valijas etiquetadas "Embajada Argentina en España". Por supuesto que es posible que el siniestro que convirtió a la discoteca de Once en un infierno hubiera sucedido aun cuando todos los inspectores municipales fueran dechados insobornables de eficiencia resueltos a ver aplicadas al pie de la letra los reglamentos correspondientes, pero también puede argüirse que en una sociedad célebre por la rectitud de sus funcionarios hasta los roqueros más entusiasmados se resistirían a la tentación de disparar bengalas hacia el techo de un recinto cerrado. Es innecesario señalar que en la Argentina de nuestros días sólo un miserable soñaría con sugerir que es deber de todos actuar con responsabilidad. En la sociedad rige un pacto perverso según el cual la gente tolera la desidia o venalidad de los funcionarios por entender que, siempre y cuando no existan motivos políticos para que se muestren severísimas, como contrapartida las autoridades pasarán por alto sus propias trasgresiones. Si bien a raíz de este pacto no escrito muchas personas mueren o quedan discapacitadas en accidentes de tránsito o de trabajo, es mejor que tener que someterse a un mínimo de disciplina, ¿no es cierto? De todos modos, aun cuando la tragedia de Once desembocara en la caída de Aníbal Ibarra, sorprendería que diera pie a reformas auténticas. Antes bien, el sacrificio ritual del jefe de gobierno de la ciudad les ahorraría a los demás políticos la necesidad de emprenderlas. Puede que en algunas partes del mundo la politización de un problema haga más probable que sean tomadas las medidas antipáticas precisas para superarlo, pero en ésta obre como un tranquilizante. Gracias al motín que estalló en Córdoba, por un par de días el país se enteró, con el asombro que ya es rutinario toda vez que irrumpa una realidad desagradable, de que había en su territorio un archipiélago carcelario que acaso hubiera sido suficiente para mediados del siglo pasado pero que no lo es en absoluto para la Argentina actual. Con todo, aunque es muy fácil deplorar las condiciones horrorosas –calificarlas de infrahumanas es propio de los reacios a asumir la historia de nuestra especie– que se dan en la mayoría de las cárceles del país, proponer una solución concreta para una situación que es fruto de décadas de negligencia es tan difícil que los más críticos seguirán prefiriendo hacer gala de la indignación que les provoca tanta miseria. Felizmente para los encargados de garantizar que las cárceles de la Nación sean "sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas", como reza cierto texto literario un tanto utópico que algunos políticos suelen citar, el motín en Córdoba pronto se vio remplazado en las tapas de los diarios y la pantalla televisiva por otro asunto de gravedad, el supuesto por el envío hace ya cuatro meses en un avión de Southern Winds de una cantidad de cocaína cuyo valor estimado rondaba los tres millones de dólares. Sería un error minimizar el significado de este incidente. De difundirse por el mundo la noción de que la Argentina, además de protagonizar lo que el presidente Néstor Kirchner llamó "la estafa" de los bonos basura, está infestada por narcotraficantes que para su negocio pueden aprovechar la codicia de funcionarios corruptos, se vería afectada de forma muy negativa la relación del país con Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea, lo que causaría roces diplomáticos que andando el tiempo lo expondría a la tentación de acercarse a los regímenes menos recomendables de la región. Desde el punto de vista de los gobernantes del Primer Mundo, el narcotráfico es un asunto tan serio como el terrorismo con el que a menudo está conectado, de suerte que este caso no podrá ser cajoneado para que buen un día la Justicia lo declare prescrito y proceda a borrarlo de su memoria.
Lo que tienen en común estos tres episodios recientes es que todos pueden ser atribuidos a las deficiencias crónicas de un Estado largamente colonizado por políticos y sus dependientes que anteponen sistemáticamente sus propios intereses a aquellos de los demás. Lo entiendan o no quienes conforman la elite política nacional, la "gobernabilidad" requiere algo más que la astucia necesaria para mantener contentos a los caudillos del conurbano bonaerense. También supone una administración pública rigurosa y profesional que, entre otras cosas, sea capaz de impedir que el país degenere en una zona liberada para empresarios sin escrúpulos, narcotraficantes y funcionarios siempre dispuestos a venderse al mejor postor. Asimismo, sin un Estado idóneo los políticos seguirán obsesionados por la evolución de sus respetivas internas en una etapa en la que no prepararse para hacer frente a los desafíos que nos plantearán las próximas décadas tendría consecuencias nefastas.
Aún cuando el país tuviera un gobierno que fuera plenamente consciente de la importancia fundamental de contar con un Estado despolitizado de calidad comparable con la que ya es tradicional en lugares como Europa y el Japón, construirlo le supondría una tarea extraordinariamente difícil. Por cierto, ningún gobierno, por decidido que estuviera, podría terminar el trabajo en un par de años, razón por la que es de prever que no lo intentarán ni el encabezado por Kirchner ni el de su eventual sucesor. Es que para la clase política nacional, el largo plazo no existe. Por motivos que tienen que ver con la precariedad de todas las organizaciones partidarias, pero en especial el enjambre peronista, aquí los "dirigentes" siempre se sienten obligados a privilegiar las encuestas de opinión de mañana, de ahí la miopía extrema que es su característica principal y que es la causa básica de la depauperación de muchos millones de argentinos.
Un resultado de dicho rasgo es que el estado de virtualmente todo cuanto exige cierto grado de previsión es ruinoso, empezando, como no pudo ser de otra manera, con el sistema jubilatorio que se ha visto saqueado tantas veces que no es más que una parodia. Asimismo, como acaba de recordarnos aquella revuelta sanguinaria en Córdoba, igualmente deteriorado está el sistema penitenciario con cárceles superpobladas que en muchos casos fueron construidas en el siglo XIX: según parece, no se les ocurrió a los paladines de la mano dura que si resultara forzoso encarcelar a más delincuentes les convendría pensar antes en dónde ponerlos.
Más grave aún, si cabe, es el déficit educativo: para que la Argentina siga formando parte de la clase media internacional, sus habitantes tendrían que recibir una preparación que sea por lo menos tan buena y tan exigente como la de sus contemporáneos coreanos, chinos e hindúes. De lo contrario, su destino estará entre "los excluidos" del proletariado mundial cuyo bienestar dependerá de la buena voluntad de poderosos caritativos . ¿Será 2005 el año en el que por fin se dé comienzo a la tantas veces postergada revolución –algunos dirían, contrarrevolución– educativa? Es poco probable: tal y como están las cosas, se verá signado por huelgas docentes que, por comprensibles que sean los planteos de sus impulsores, servirán para asegurar que otra franja de jóvenes sea condenada de por vida a la marginalidad.
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