El Universal

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sábado, febrero 05, 2005

El poder de la democracia

Por JAMES NEILSON

Una generación atrás, cuando el manisero sureño Jimmy Carter hizo de la defensa de los derechos humanos el eje de la política exterior estadounidense, los realistas conservadores de medio planeta se mofaron de su idealismo candoroso. ¿Por qué enojar a nuestros amigos criticándolos por atenerse a sus propias tradiciones en la materia?, se preguntaron los norteamericanos. Sin embargo, lo que el canciller del régimen de Jorge Rafael Videla calificó del imperialismo de los derechos humanos resultó ser un arma muy potente que contribuyó mucho al colapso de la Unión Soviética. Fue entonces que los norteamericanos más previsores se dieron cuenta de que aferrarse al viejo principio de Franklin Roosevelt, según el que aun cuando un tirano exótico fuera un hijo de perra lo importante sería asegurar que fuera nuestro hijo de perra podría reportarles más disgustos que beneficios.
Con todo, la voluntad de la que hizo gala al asumir su segundo mandato el presidente George W. Bush de llevar la libertad hasta los rincones más recónditos del mundo, luchando contra la tiranía con el propósito de terminar con ella, también motivó protestas y burlas, aunque en esta ocasión los realistas más indignados no han sido los conservadores, sino los progresistas que tomaron sus palabras por una declaración de guerra contra buena parte del mundo, como si la única forma de promover la democracia consistiera en bombardear a los reacios a permitirla en sus feudos, método que no podría justificarse porque, además de ser cruento, ¿qué derecho tiene la superpotencia a obligar a otros países a copiar sus instituciones? Aunque Bush procuró contestarlos aseverando que su objetivo no es imponer su propio estilo de gobierno sino ayudar a otros a tener su propia voz, obtener su propia libertad, la reacción general fue de alarma y escepticismo.
Diez días después de la segunda inauguración de Bush, empero, el clima internacional cambió radicalmente gracias al heroísmo de los millones de iraquíes que a pesar de una campaña terrorista despiadada y los planteos sibilinos de quienes afirmaban que votar significaría colaborar con la ocupación, en su opinión un crimen capital, protagonizaron una de las manifestaciones públicas a favor de la democracia más impresionantes de la historia. Puede que pocos entendieran muy bien todos los detalles y que algunos hayan soñado con una tiranía religiosa, pero a juicio de los más la elección iraquí mostró que de tener la oportunidad hasta los pueblos más acostumbrados al despotismo, encabezados por los árabes, optarían por vivir en democracia.
Desde luego que la postura de Bush tiene mucho que ver con el interés nacional de los Estados Unidos. Como se vio confirmada, de manera un tanto irónica, por la oposición del grueso de la opinión pública mundial a la invasión de Irak, las sociedades democráticas suelen ser llamativamente más pacíficas y más transparentes que las tiranías. A la gente no le gustan las aventuras militares y propende a concentrarse en sus asuntos internos. Si bien algunas democracias como la española aún producen terroristas, no lo hacen en escala industrial. Por cierto, en un mundo sin dictaduras, sería difícil que se formara una red como Al-Qaeda o que un Estado canalla se convirtiera en un fabricante y exportador de artefactos nucleares para usar contra los países desarrollados. Entre otras cosas, la democracia es un tranquilizante.
Los artífices de la invasión de Irak previeron que su eventual transformación en una democracia serviría para desestabilizar a los regímenes de la región, empezando con el saudita y el iraní. Aunque los problemas propios de países que dependen casi por completo del petróleo podrían resultar insuperables, aquel proyecto ya no parece tan fantasioso como fue el caso hace apenas una semana. En todo el Medio Oriente, el espectáculo brindado por iraquíes que con orgullo desafiaban a los pistoleros, decapitadores y bombas humanas para votar reemplazó en los noticieros por un par de días los informes sobre lo atentados mortíferos y los crímenes cometidos por los ocupantes, mientras que comentaristas antes cínicos hablaron de lo positivo que sería que ellos también pudieran disfrutar del mismo derecho.
Como sabemos muy bien, la idea de que la democracia sí sea posible es sumamente contagiosa. En un lapso muy breve, puede difundirse por todo un continente que antes fue considerado resistente al virus. En los años ochenta, se democratizó la mayor parte de América latina. En los noventa, se consolidó la democracia en Europa oriental. Impulsado por el estallido de las comunicaciones electrónicas la televisión satelital, la Internet -, en la actualidad el principio maligno de la democracia, para citar al jefe de los islamistas en Irak, está propagándose con rapidez en el mundo árabe, en Irán, en el África subsahariana y en el Lejano Oriente. Si bien muchos gobiernos de países presuntamente comprometidos con el sistema democrático y los valores que subyacen en él aún suponen que les conviene más congraciarse con dictadores que arriesgarse respaldando a los disidentes, tal actitud, de apariencia tan realista, es en verdad miope. A la larga, les resultaría mucho más provechoso solidarizarse con los que bien podrían estar en el poder mañana que ser recordados por su lealtad hacia déspotas que pronto serían derrocados y despreciados.
Si, como mucho temen, los teócratas iraníes se dotan de las bombas nucleares que conforme a algunos voceros del régimen utilizarían enseguida contra Israel, solucionando así el problema ocasionado por la presencia judía en tierras antes islámicas, Estados Unidos podría sentirse obligado a tomar medidas militares. Pero tal vez a Bush no le sea necesario ir tan lejos. Los iraníes, sobre todo los jóvenes, están tan hartos de ser regenteados por clérigos brutales y oscurantistas que según se informa la mayoría festejó el triunfo de Bush en las elecciones recientes. Por lo tanto, Irán parece maduro para una versión local de la Revolución Naranja prenavideña en Ucrania, donde en pleno invierno los millones, en su mayoría jóvenes, que acamparon en la capital lograron deshacerse de un gobierno autoritario y mendaz para asegurar el triunfo de Víctor Yushchenko, un político pro-occidental. Según los antinorteamericanos más empedernidos, se trataba de un operativo manejado con habilidad asombrosa por la CIA, pero así y todo nadie puede dudar de la legitimidad del gobierno resultante.
En términos militares, Corea del Norte, el tercer integrante del eje del mal denunciado hace varios años por Bush, es incomparablemente más formidable que el Irak de Saddam Hussein o el otro socio del club, el Irán de los ayatolás. Sin embargo, aunque lo que está sucediendo en aquella dictadura tan opaca como cruel difícilmente podría ser menos claro, los interesados en su evolución dicen que podría derrumbarse en cualquier momento, para consternación de los surcoreanos que tendrían que encargarse de millones de compatriotas famélicos. Y como si esto no les fuera suficiente, la mano de obra desocupada que heredarían del régimen comunista les plantearía problemas mucho más graves que los provocados por la notoria mafia rusa que sobrevivió a la implosión de la Unión Soviética.
Antes de ser aprobada como la nueva secretaria de Estado de Bush, la princesa guerrera Condoleezza Rice produjo una nueva lista de malos que es de suponer pronto recibirían su merecido. Entre ellos estuvo la dictadura de Fidel Castro, la bestia negra de una larga serie de presidentes estadounidenses. ¿Estará en el poder Fidel cuando Bush ya se haya jubilado? Es posible, pero no es demasiado probable porque le está pisando los talones un enemigo que es mucho más temible que Estados Unidos: el tiempo. Castro pronto será un ochentón, de modo que él, más su régimen, tienen los días contados. Puede entenderse, pues, el optimismo que, a pesar de la hostilidad desdeñosa de las elites mediáticas europeas, norteamericanas y latinoamericanas, sienten Bush, Rice y los tan denostados neoconservadores de Washington. Creen que los vientos de la historia están soplando en su favor. En efecto no es inconcebible que, antes de terminar el segundo mandato del tejano, Irán, Cuba e incluso Corea del Norte hayan iniciado sus propias revoluciones democratizadoras sin que le sea preciso hacer mucho más que brindar a los disidentes su apoyo moral, diplomático y financiero. Todavía quedarían algunos huesos duros de roer como Egipto, Arabia Saudita, Pakistán y, el mayor de todos, China, pero por ser tan poderoso el atractivo de la democracia sorprendería que para entonces los regímenes de dichos países no estuvieran intentando defenderse mediante reformas que, al abrir un poco las esclusas, permitirían que las corrientes democráticas que ya se dan crecieran hasta provocar inundaciones serían incontrolables.
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Presidente Bush