El Universal

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sábado, abril 23, 2005

La batalla por el mundo

Por JAMES NEILSON

Ya que a Joseph Ratzinger lo han llamado "el rotweiler de Dios", el "Panzerkardinal" y el "Gran Inquisidor", entre otros epítetos nada cariñosos, puede entenderse el estupor que sintieron los muchos que sueñan con una especie de tercera vía católica que de alguno que otro modo combine las duras doctrinas tradicionales con la permisividad propia de la edad moderna en el momento en el que aprendieron que, con el nombre de Benedicto XVI, sucedería a su amigo Karol Wojtyla. En cambio, quienes creen que a menos que la Iglesia se aferre a sus dogmas con más tesón que nunca no tardará en degenerar en un culto new age más, celebraron la elección del teólogo teutón que poco antes de iniciarse el cónclave formuló lo que fue una declaración de guerra contra el mundo contemporáneo que ve dominado por "la dictadura del relativismo", o sea, por la tolerancia.

Como diría Hans Küng, el pensador suizo que durante décadas ha liderado el ala progresista de la Iglesia en los países de habla alemana, Ratzinger representa "el paradigma medieval, contrarreformador y antimoderno". Lo que Küng y otros que comparten su opinión no dijeron fue que, dadas las circunstancias, hubiera sido realmente asombroso que cardenales nominados por Wojtyla optaran por un individuo enamorado de un mundo que ha tomado un rumbo radicalmente distinto al propuesto por la Iglesia Católica.
Cuando eligió apodarse Benedicto, Ratzinger habrá pensado en el fundador homónimo de la Orden de los Benedictinos que hace un milenio y medio tanto hizo por asegurar la supervivencia del cristianismo en una Europa devastada por los bárbaros que, andando el tiempo, darían la espalda al paganismo de sus ancestros. A juicio de Ratzinger, un hombre que como un niño en la Alemania de Hitler fue testigo de una restauración pagana, el panorama europeo actual es igualmente desolador. Por cierto, desde el punto de vista de un teólogo consustanciado con las enseñanzas de la Iglesia, no se equivoca si cree que los desafíos que le esperan son por sus dimensiones comparables con los enfrentados no sólo por sus remotos antecesores sino también por sus padres. Puede que Juan Pablo II haya sido el Papa más popular de toda la historia, pero su carisma personal no impidió que en el transcurso de su pontificado la Iglesia Católica se marchitara en Europa y, si bien por motivos muy distintos, que también se debilitara en América del Norte. Lejos de reflejar el poder de la religión en el mundo, el protagonismo de Wojtyla y el dolor que tantos afirmaron sentir cuando moría confirmó el inmenso poder de convocatoria que poseen los medios de difusión electrónicos.

Es verdad que el catolicismo, además de otras variantes del cristianismo, se ha expandido mucho en África y Asia y que en América latina la mayoría sigue aseverándose leal a Roma, pero sería ingenuo suponer que tales éxitos podrían compensar las pérdidas que se han registrado en el Primer Mundo donde pocos, muy pocos, toman realmente en serio lo que dicen los clérigos. No obstante los reveses tácticos que son experimentados periódicamente por el capitalismo liberal en países como la Argentina, el modelo socioeconómico "moderno" que es resueltamente pluralista y por lo tanto reacio a discriminar entre los diversos credos, privilegiando unos en desmedro de otros, está globalizándose con rapidez, con consecuencias que en todas partes serán muy similares a las producidas en Europa. En efecto, los debates en América latina en torno a temas considerados fundamentales por el Vaticano como los vinculados con el aborto, el uso de los anticonceptivos, el clonaje y así por el estilo son casi idénticos a los que se celebran en Europa, motivo por el que Ratzinger tiene razón cuando da por de contado que si la Iglesia cede en el frente primermundista terminará batiéndose en retirada en todos.
Si la Iglesia Católica fuera una empresa comercial o un partido político, podría adaptarse sin demasiadas dificultades a la edad de la globalización multiculturalista modificando sus doctrinas para que resultaran más simpáticas, pero, bien que mal, no le es dado adoptar dicha estrategia. A menos que sus líderes la crean anclada en verdades eternas, no podrá sino hundirse. He aquí la lógica detrás de la postura regularmente denostada por "ultraconservadora", cuando no "autoritaria" de Ratzinger. De formación más intelectual que pastoral, el alemán preferiría dejar que la Iglesia se redujera a un núcleo duro de fieles a abandonar su compromiso con principios que para él no son negociables. Según sus correligionarios de actitudes más conciliadoras, esto es precisamente lo que sucederá a menos que los sorprenda volviendo al progresismo de sus años mozos cuando militó a favor de todas las causas que estaban en boga entre los bien pensantes de su país. Sin embargo, también es factible que en términos estratégicos, por decirlo así, la intransigencia brinde mejores resultados que la voluntad de pactar, insinuando de tal modo que en última instancia la fe religiosa no es gran cosa. Éste sería el caso si, como Ratzinger claramente espera, los occidentales, debidamente horrorizados por los frutos del relativismo hedonista al cual se han entregado, por fin optaran por regresar al seno de la Madre Iglesia.

A juzgar por lo que está sucediendo en los Estados Unidos, el país emblemático del modernismo rampante que exporta una proporción llamativa de los males que a través de los años han sido condenados por Ratzinger, es bastante realista la actitud de los "ultraconservadores" que, gracias a Juan Pablo II, monopolizan los puestos de mando de la Iglesia Católica. En la superpotencia, el cristianismo de signo protestante, que se ve representado por figuras como la del presidente George W. Bush, disfruta de salud exuberante y los problemas de la Iglesia Católica se deben no tanto a las opiniones rígidas del Vaticano cuanto a la conducta sexual escandalosa de ciertos clérigos. Con todo, por lo pronto no hay señales de que los europeos estén por experimentar un renacer religioso que sea comparable con el que se dio en los Estados Unidos y que según parece está cobrando cada vez más fuerza. Por el contrario, para desazón de quienes piensan como Ratzinger, las huestes del relativismo siguen anotándose nuevos triunfos en países como Italia y España, que hasta hace muy poco eran considerados bastiones inexpugnables de la fe.

Entre los más perturbados por el ascenso del "Gran Inquisidor" al trono de San Pedro están los musulmanes. Temen que el nuevo Papa preste menos atención a lo que los distintos cultos tienen en común que a lo mucho que los separa y que exhorte a los europeos a recuperar el respeto por sus propias tradiciones religiosas. Cuando Juan Pablo II comenzó su reinado, el islamismo aún era un culto exótico en Europa: el gran enemigo a batir era el marxismo, seguido por el capitalismo liberal. En los años últimos, empero, la cantidad de musulmanes en Europa ha crecido a un ritmo asombroso – dicen que ya hay más de veinte millones – y tal y como están las cosas el Islam podría erigirse en la fe dominante en un lapso que para la Iglesia sería muy breve.
A diferencia de su amigo polaco que, para disgusto de los conservadores, estaba dispuesto a visitar mezquitas y aliarse con los musulmanes en una guerra santa contra las tentaciones del mundo actual, Ratzinger no ha vacilado en manifestar su preocupación por la reaparición imprevista de la confesión rival y se ha opuesto con vigor al eventual ingreso de Turquía en la Unión Europea. Además, está acostumbrado a expresarse en palabras que no admiten ambigüedades, lo que, en vista de la hipersensibilidad de muchos musulmanes, le garantizará una serie de polémicas agrias. No extrañaría, pues, que si se prolonga más de un par de años el pontificado de Benedicto XVI sirviera para empeorar las relaciones entre el Occidente y el mundo islámico.

Por ser Juan Pablo II un personaje tan mediático, sus admiradores incluían a muchos que no comulgaban con el catolicismo y que no sentían interés alguno por sus doctrinas. Es poco probable que Benedicto XVI goce del mismo privilegio. Por lo tanto, se hará mucho más evidente que antes la fosa que separa la cosmovisión oficial católica de la propia de un mundo que parece irremediablemente pluralista en el que hasta hablar de absolutos es juzgado "politicamente incorrecto". En cierto sentido, el "carisma" del Papa polaco resultó contraproducente por permitir a muchos convencerse de que respetarlo les ahorraría la necesidad de obedecer al pie de la letra sus órdenes, sobre todo las relacionadas con sus hábitos sexuales. Con un Papa alemán sin el mismo carisma a cargo de la Iglesia, no les será tan fácil continuar jurar ser buenos católicos sin por eso sentirse constreñidos a acatar las reglas correspondientes. l


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