El Universal

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viernes, abril 15, 2005

La crisis exportada

Roberto Lavagna, un hombre de procedencia duhaldista, y Néstor Kirchner, un kirchnerista de la primera hora, tendrán sus pequeñas diferencias, pero los dos concuerdan en una cosa. Políticos avezados, saben que les conviene hacer creer que la gran crisis psicosocioeconómica argentina que dista de haber culminado tiene más que ver con la relación del país con el resto del mundo que con lo que sucede puertas adentro. Las ventajas de dicho enfoque son evidentes, no sólo porque para cierto tipo de personaje sentirse responsable de algo es muy pero muy antipático. Además de garantizarles a Lavagna y Kirchner una serie interminable de conflictos con el FMI, acreedores indignados y funcionarios de países exóticos en los que pueden figurar como los defensores heroicos del interés patrio contra canallescas hordas extranjeras, les ha permitido continuar enriqueciendo a una minoría influyente a costa de la mayoría abrumadora de los habitantes del país sin que a nadie se le haya ocurrido protestar.
Si nos atenemos a los hechos tal y como los registra el Indec, toda la palabrería progresista de los años últimos ha servido como una espesa pantalla de humo detrás de la cual los peronistas que desplazaron al radical Fernando de la Rúa se las han ingeniado para instrumentar la mayor transferencia de recursos en favor de los ya más afortunados que recuerda la historia del país. En comparación con ellos, los militares y los menemistas fueron igualitarios fanáticos. Aunque el producto bruto nacional se aproxima al nivel alcanzado en los años noventa, la proporción de pobres e indigentes se ha duplicado o más, lo que quiere decir que el reparto actual es espectacularmente menos equitativo de lo que fue antes de la caída hace ya casi tres años y medio de lo que aún quedaba de la Alianza.

Puede que ni Lavagna ni Kirchner se hayan propuesto acelerar la latinoamericanización de la Argentina, pero sucede que, lo mismo que el caudillo bonaerense Eduardo Duhalde, los dos son productos de una clase media que está tan acostumbrada a medir su propio consumo según pautas primermundistas que a sus integrantes les cuesta entender que conforme a las locales son personas muy privilegiadas. A juicio de Lavagna, lo que es bueno para los productivos bonaerenses es bueno para el conjunto, de ahí su apego obstinado al dólar recontraalto y a los salarios bajísimos. A aquel de Kirchner, importan decididamente más que la realidad desoladora de un país en que aumenta mes tras mes la cantidad de excluidos de por vida las teorías de moda de parte de la intelectualidad burguesa urbana, estamento que es ducho en el arte útil de reivindicar sus conquistas sectoriales, como el supuesto derecho a una educación universitaria baratísima, jurando que benefician a los más pobres.

Ya que la defensa del statu quo de la mini-Argentina de los incluidos le es prioritaria, Lavagna aprovechó la reunión del Banco Interamericano de Desarrollo en la isla japonesa de Okinawa para ensañarse con su homólogo nipón, Sadakazu Tanigaki, que con franqueza poco común en tales encuentros dijo que en su opinión, la que es compartida por casi todos en el exterior, la "reestructuración" de la deuda en default se vio caracterizada por la mala fe del gobierno argentino que en verdad no negoció nada con nadie. Según Lavagna, la mala fe fue de los bancos japoneses que debieron haber advertido a sus clientes de lo riesgoso que les sería comprar bonos argentinos. Tiene razón Lavagna, pero acaso sería mejor que intentara convencer a los banqueros de que los títulos nacionales no siempre son basura.

Se trata de la clase de intercambio de lindezas que asegura al ministro el aplauso de la hinchada pero que demorará aún más el día en que la Argentina comience a recibir las inversiones en gran escala que necesita. Demás está decir que los más perjudicados serán los pobres que, sin saberlo, constituyen la carne de cañón que el gobierno sacrificará sin pensarlo dos veces a cambio de lo que tomará por un nuevo triunfo mediático.

Con todo, si bien Lavagna finalmente dio a entender que podría abandonar la ficción de que sea posible olvidarse de los veinte mil millones de dólares que se deben a los bonistas que no aceptaron la draconiana oferta gubernamental, su jefe, más impetuoso y muy orgulloso de su imagen como el mandatario más duro del planeta, dijo que mientras esté en la Casa Rosada no se reabrirá el canje. Por lo tanto, es de prever que la lucha de Kirchner contra el FMI, una institución que como es natural se preocupa por los que optaron por quedarse afuera de la "reestructuración", sea un tema central de la campaña electoral que está cobrando ímpetu. Si las encuestas dejan de sonreírle, podría tratar de conmoverlas rompiendo con una organización que según parece lo obsesiona. Asimismo, ya que al santacruceño no le gustaría brindar la impresión de ceder un ápice ante las presiones y aprietes de los malditos técnicos del español Rodrigo Rato, hasta nuevo aviso no hará ningún esfuerzo por reformar nada, lo que es una pésima noticia para la mitad más pobre de la población del país.

Otra mala noticia es la inflación. Lo que para los progres acomodados es sólo una estadística molesta, cuando no un cuco neoliberal, para los pobres es un enemigo insidioso e implacable que hambrea y desmoraliza al sacar subrepticiamente el dinero de sus bolsillos raídos para entonces depositarlo en las cuentas bancarias de los menos necesitados. Mantener a la inflación a raya, pues, es fundamental para cualquier gobierno comprometido con la justicia social, pero con la campaña proselitista ya en marcha sorprendería que Kirchner se resistiera a la tentación de congraciarse con sindicalistas, gobernadores provinciales, intendentes y así por el estilo que por su parte le asegurarán que los aportes que reciban serán usados para atenuar la miseria de los de abajo pero que en última instancia contribuirán a hacer aún más ancho el abismo que los separa de los demás.

Ahora bien: ¿Qué haría un gobierno sinceramente interesado en que andando el tiempo la Argentina resultara ser un país un tanto más equitativo? Para comenzar, repatriaría la crisis, reconociendo que por maligno que sea el mundo que efectivamente existe no le será dado cambiarlo por otro. Una vez concretado este giro revolucionario, comprendería que será forzoso impulsar reformas "estructurales" para frenar la redistribución regresiva de los recursos, un proceso perverso que suele intensificarse en épocas signadas por el populismo en las que dirigentes ya adinerados toman sus propios intereses por los del pueblo.

Los motores más poderosos de la desigualdad son la irresponsabilidad fiscal que genera inflación, la inseguridad jurídica que perjudica tanto a los débiles como a los inversores sin los que el país no tendrá futuro, la corrupción, los costos de la política que aquí sí son primermundistas, legislación laboral que impide la creación de fuentes de trabajo, el proteccionismo excesivo posibilitado por el peso "competitivo" lavagnista, la ineficiencia a menudo grotesca de una administración pública clientelista y el desprecio generalizado por la educación. Y como si todos estos factores ya no fueran más que suficientes, en los años últimos los populistas eligieron rematar su obra apurando la transferencia de recursos desde los pobres hacia los ricos con su default festivo, la pesificación arbitraria, la destrucción de un sinfín de acuerdos y contratos más una guerra propagandística contra los bonistas argentinos y extranjeros que, para su pesar, cometieron el error imperdonable de confiar en que el Estado argentino cumpliera con su palabra.

En el fondo, son dos las opciones que plantea a los políticos la extrema pobreza en la que está atrapada la mitad del país. Pueden reducirla tomando medidas para que la Argentina se asemeje más a aquellos países, como España e Irlanda, que han sabido dejarla atrás adaptándose a las exigencias de un mundo en vías de globalizarse. O pueden dedicarse a aprovechar la miseria en beneficio propio, imputándola a la hostilidad de sujetos foráneos siniestros que por motivos inconfesables quisieran que la Argentina se hunda de una vez y para todas. Desgraciadamente para veinte millones o más de personas que de otro modo podrían esperar disfrutar un día de un nivel de vida equiparable con el de sus contemporáneos en Europa occidental, América del Norte o el Este de Asia, el gobierno de Kirchner, como el de Duhalde, eligió esta segunda alternativa porque le ahorraría la necesidad de enfrentarse con aquellos intereses creados que más teme: los sindicatos, los estatales, la burguesía progresista, los productivos bonaerenses y la mayoría de los miembros de la familia numerosa peronista. l

Por JAMES NEILSON

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