El Universal

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sábado, marzo 19, 2005

El regreso del monstruo

Por James Neilson


En una ocasión su majestad británica, la Reina Victoria, al sentirse muy pero muy enojada luego de enterarse de que su embajador tuvo que huir de Bolivia montado sobre un burro, declaró que nuestro vecino no existía para entonces tacharlo del mapa real. De modo igualmente imperioso, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, acaba de informarnos que la inflación de que tantos hablan "no existe", consignándola así a aquel universo fantasmagórico alternativo donde flotan otras "ficciones" propias de los no existentes años noventa como el uno a uno y la noción extravagante de que con un poco de esfuerzo por parte de sus dirigentes la Argentina pudiera llegar a ser tan rica como Australia o Canadá. ¿Y el 1,5 por ciento que se anotó en enero, el 1,0 por ciento de febrero y el 1,2 por ciento que los agoreros prevén para marzo? Serán meras ilusiones estadísticas cuando no evidencia de que la economía nacional rebosa de salud. El que en un solo trimestre los precios minoristas hayan aumentado más que en todo un año primermundista carece de importancia. Y de todos modos, el presidente Néstor Kirchner sabe muy bien donde están "los focos de aumentos de precios" y está listo para atacarlos.
Fernández no se equivoca por completo. Algunas subas puntuales provocadas por factores externos como el aumento del precio internacional del petróleo no necesariamente significan que una vez más el país haya comenzado a caer por un tobogán que lo llevará al caos de otros tiempos. Pero parecería que se trata de algo más que la conducta intolerable de los conspiradores que manejan lo que según Kirchner es la peor empresa del mundo, Shell, un gigante que pesa tanto en el mundo como la República Argentina, o el afán de lucro de los productores de leche, carne y una larga etcétera. Mal que les pese a Kirchner y a Roberto Lavagna, puede que pronto se vean obligados a elegir entre el dólar recontraalto que es la piedra basal de su "modelo" supuestamente competitivo y una tasa de inflación que no tardaría en depauperar nuevamente a quienes según las estadísticas oficiales desde mediados del año pasado han logrado dejar atrás la pobreza al conseguir más de 760 pesos mensuales para una familia tipo. En el antro neoliberal estadounidense, la cifra correspondiente es aproximadamente 4800 pesos: según las pautas miserables de los yanquis, casi todos los argentinos son pobres y más de la mitad está hundida en la indigencia.
El que el encogimiento violento del peso no fuera seguido por un estallido hiperinflacionario es motivo de mucho orgullo oficial. Kirchner, Lavagna y los corifeos que cantan loas a su sabiduría lo toman por evidencia de su habilidad y de la estupidez sin límites de los gurúes neoliberales y los técnicos del FMI encabezados en la actualidad por el español Rodrigo Rato, el blanco favorito de los dardos presidenciales. Tendrán razón, claro está, los que piensan de esta manera, pero "la devaluación más exitosa de la historia" tan aplaudida por los productivos bonaerenses también fue facilitada por la caída del valor del dólar yanqui y, más aún, por el empobrecimiento traumático de muchos millones de argentinos que por miedo a que algo todavía peor pudiera estar esperándoles se resignaron a la miseria. De rebotar el dólar, el Gobierno se vería en apuros. Asimismo, le sería difícil manejar la situación si la gente comenzara que creer que la crisis ya ha sido superada y que por lo tanto ha llegado la hora de recuperar el terreno que perdió a partir del desplome de la convertibilidad.
La política antiinflacionaria de Kirchner puede resumirse en una palabra: intimidación. Al parecer convencido de que el fenómeno se debe a la codicia de empresarios malignos, utiliza todas las armas a su alcance - insultos, leyes, gobiernos extranjeros amistosos, bandas piqueteras – para amedrentar a los grandes con la esperanza de que los pequeños también se den por enterados. En el corto plazo, esta modalidad un tanto rústica puede brindar resultados satisfactorios. Además de no tener que pagar más por la luz, agua, teléfonos y así por el estilo, la gente ve que el señor presidente hará cualquier cosa por defender su bolsillo, lo que sin duda es muy reconfortante.Con todo, entraña ciertas desventajas, de las que la principal es que las empresas que ya están en el país se resistirán a invertir más mientras que otras preferirán probar suerte allá donde no tendrán que preocuparse por matones piqueteros o por un presidente proclive a tratarlos como ladrones. Puesto que Kirchner cree que los inversores son sujetos mezquinos que sólo piensan en dinero, debería entender mejor que nadie que si en el futuro el país se limita a dejar entrar a los buenos no vendrá nadie. Por lo demás, el Gobierno no puede emplear la misma metodología para poner fin a la puja salarial que está contribuyendo al alza de precios.
Fernández no exageraba demasiado al afirmar que "el peor componente que tiene la inflación es la expectativa". Todas la economías del planeta dependen de lo que la mayoría, representada por "los mercados", imagina ocurrirá en los próximos días, de suerte que una ola de pesimismo atribuible a un malentendido podría dar pie a otra gran depresión. Sin embargo, es una cosa comprender la importancia clave de las ilusiones colectivas y otra muy distinta, y muchísimo más complicada, saber incidir en ellas. Por cierto, nunca han servido para mucho en la lucha contra la inflación ni las súplicas de los indignados por sus consecuencias ni las bravuconadas, amenazas y exhortaciones, las que casi siempre resultan contraproducentes, de políticos deseosos de hacer pensar que están en condiciones de obligarla a batirse en retirada. Desgraciadamente para quienes se enorgullecen de su contundencia, en este ámbito hay que operar con mucha sutileza. De lo contrario, Kirchner sólo logrará alimentar a un monstruo que durante décadas se ensañó con la Argentina y que, atraído por la sensación de que algo ha empezado a moverse y por las perspectivas abiertas por un año electoral, bien podría estar por volver a una comarca que no puede sino recordar con nostalgia. Es habitual suponer que la Argentina, como Alemania medio siglo antes, sufrió tanto a causa de la inflación hasta que por fin la convertibilidad la paró en seco que en adelante le será inmune. Puede que lo sea, pero también es posible que necesite revacunarse. La razón de fondo por la que el país fue tan vulnerable al mal consistió en la combinación peligrosa de un sistema político intrínsecamente débil, de ahí el populismo de los gobiernos, sin excluir a los militares, con una propensión generalizada a creer que en última instancia los recursos resultarían ser decididamente mayores a los registrados por los contadores.
Demás está decir que la situación así supuesta no se ha modificado mucho. El país sigue siendo incapaz de dotarse de un gobierno que sea lo bastante fuerte como para arriesgarse impulsando reformas equiparables con las emprendidas en otras partes porque serían resistidas por los sindicatos, la corporación política y una multitud de organizaciones que defienden sus "conquistas" so pretexto de que pertenecen al pueblo en su conjunto. Asimismo, como refleja el desprecio que siente Kirchner por los inversores, trátese de los bonistas del chiquitaje italiano o de colosos multinacionales, muchos tienden a presumir que la Argentina ya cuenta con todos los recursos que precisa para prosperar sin verse constreñida a estimular el ahorro. Ya que Japón se erigió en una superpotencia económica merced a su transformación en una nación de ahorristas, no es un detalle menor la hostilidad hacia todo cuanto sabe a ahorro e inversión de los peronistas que tomaron el poder más de tres años atrás. Por lo pronto, los más afectados por la inflación que a pesar de no existir está mordisqueando al país son los pobres y quienes forman parte del ejército en las sombras de los indigentes. Para ellos, un aumento estadísticamente trivial puede ser un desastre. Se trata de al menos el cuarenta por ciento de la población. Aunque para algunos pocos será cuestión de un mal rato, para la mayoría se trata de una condena de por vida. De persistir el crecimiento rápido un par de años más, el país podría tener el mismo ingreso per cápita que alcanzó brevemente una década antes, pero el reparto de la torta sería incomparablemente más desigual que en el pasado. El déficit educativo, la falta de crédito, los efectos desmoralizadores del clientelismo, el cortoplacismo de elites más preocupadas por sus propios intereses inmediatos que por el destino de la comunidad, todos están conjugándose para hacer de la Argentina un país en el que para un político indignarse por los problemas que surgen es mucho más provechoso que intentar solucionarlos.

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