El Universal

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sábado, abril 09, 2005

Por quiénes doblan las campanas

Ya antes de que Karol Wojtyla dejara este valle de lágrimas, se puso en marcha una competencia internacional entre católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, agnósticos y hasta ateos para ver quién podría formular el tributo más sentido al hombre que fue mejor conocido como Juan Pablo II. El consenso, que se vio ratificado por la convergencia de docenas de presidentes, primeros ministros y príncipes en Roma para asistir a sus funerales, era que el Papa fue un auténtico gigante, un héroe de dimensiones míticas que además de matar al dragón comunista fue un faro moral para un mundo hundido en el pecado. Se trataba de una despedida multitudinaria que debió mucho a la globalización en su fase actual contra la cual Wojtyla luchó en vano, de un happening celebrado por los medios, incluyendo a los voceros de todo cuanto le pareció lamentable, que, para desazón del presidente Néstor Kirchner y regocijo de sus adversarios, hicieron de "todos a Roma" un mandamiento imperativo.

¿Fueron sinceros los homenajes de tantos individuos que, luego de manifestar su respeto sin límites por la autoridad moral del Santo Padre, se negarían a hacerle caso? En cierto modo. Para muchos es reconfortante suponer que en alguna parte hay alguien cuya sabiduría se inspira en algo más que la razón o a una lectura juiciosa de las encuestas de opinión y, por un par de semanas, Juan Pablo II – mejor dicho, la idea que tienen de Juan Pablo II - encarnará la nostalgia que sienten. Asimismo, atribuir el colapso del Imperio Soviético a nada más que la prédica de un líder religioso es una buena manera de minimizar el aporte de los Estados Unidos y del "capitalismo salvaje". A su modo, quienes piensan así se asemejan a los que tomaron en serio a los sacerdotes budistas del siglo XIII que juraron que los invasores mongoles que trataron de conquistar el Japón no fueron repelidos por los samurai que lucharon contra ellos durante meses sino por un "viento divino" o kamikaze que gracias a sus oraciones les fue enviado desde el más allá.
Ni que decir tiene que la muerte de un Papa tan mediático -los más concuerdan en que fue una superestrella- como Wojtyla ha planteado a la Iglesia Católica un desafío mayúsculo. Su popularidad, acaso magnificada un poco por la memoria pero así y todo indudable, tuvo mucho más que ver con su personalidad avasalladora que con las doctrinas que sin demasiado éxito procuró defender. Es que detrás del esplendor de las exequias y la catarata incesante de tributos está una institución que en Europa occidental, su hogar ancestral, parece moribunda. Hace apenas diez años, el teólogo de cabecera de Wojtyla, el cardenal austriaco Joseph Ratzinger -un papabile, para más señas- afirmó que la Iglesia no tardaría en ser una presencia apenas perceptible en Europa porque, como su jefe sabía muy bien, los europeos modernos no tenían interés en llevar un yugo tan pesado.

Tanto pesimismo se justifica. En algunas comarcas, las mezquitas están más llenas que las iglesias. Es tan apremiante la escasez de curas que países como Francia están importándolos desde África. Para colmo, los pueblos europeos mismos, encabezados por los ex católicos, han optado por extinguirse: hoy en día, las italianas y españolas se conforman con un promedio de "1,2" hijos, la mitad de los necesarios para reemplazar a quienes mueren a una edad cada vez más provecta. La longevidad así supuesta es muy pero muy buena pero, combinada con la falta de niños, ya ha empezado a causar problemas económicos y sociales que andando el tiempo resultarán insuperables.
Así las cosas, la especulación en torno a la posibilidad de que el sucesor de Wojtyla sea un latinoamericano, o quizás un africano, tiene connotaciones que son mucho más significantes de lo que hubiera sido el caso hace sólo treinta o cuarenta años, un lapso muy breve en la vida de la Iglesia. Si los cardenales eligen a un hombre procedente del Tercer Mundo, sería una forma de decir adiós al continente que la Iglesia Católica contribuyó tanto a plasmar, una decisión que, además de corroborar la profecía lúgubre de Ratzinger, presagiaría cambios mucho más profundos que los instrumentados por el naturalmente conservador Papa polaco.
Como jefe de una institución fundada hace casi dos mil años, el próximo Papa, al igual que el recién fallecido, se verá frente a un dilema de hierro. Si trata de modernizar las doctrinas de la Iglesia a fin de adecuarlas a los tiempos confusos, pluralistas, democráticos e hiperpermisivos que corren, no le sería fácil soslayar el peligro que le supondría rendirse al relativismo que es el enemigo mortal de la fe. Si se aferra a las banderas tradicionales, será tomado por un cavernario reacio a salir del Medioevo, cuando no de la antigüedad grecorromana. No obstante su voluntad admirable de eliminar ciertos prejuicios viles, como el supuesto por el antisemitismo, que anidaban desde hace muchos siglos en el catolicismo, Wojtyla eligió defender con tenacidad ejemplar la oposición eclesiástica a la ordenación de sacerdotisas, al divorcio, a los matrimonios unisex, al empleo de medios anticonceptivos artificiales y al aborto en cualquier circunstancia, mereciendo así la hostilidad indignada de feministas, homosexuales y quienes lo acusaron de ser un cómplice del virus del sida y por lo tanto del "genocidio" que está provocando en África.

No le gustaron para nada los tiempos en los que le tocó guiar la Iglesia, y fue en gran medida a su negativa a actualizarse que debió su estrellato porque parecería que ni siquiera los más afortunados – y la mayoría tiene buenos motivos para preferir el presente al pasado - se sienten cómodos. Con todo, aunque el hombre es por lo común un animal religioso y la ausencia de cultos que sean plenamente apropiados para el mundo actual es causa de mucha frustración e irracionalidad, la mayoría de los que se consideraban católicos, y ni hablar de los demás, se limitó a aplaudir el espectáculo brindado por un sumo pontífice que luchaba contra la marea sin por eso sentirse constreñida a obedecer sus órdenes.

A menos que un teólogo severo como Ratzinger resulte ser el elegido para suceder a Wojtyla, es factible que por motivos humanitarios el próximo Papa sea más flexible, menos dogmático, que el polaco, pero en tal caso tendría que obrar con mucha cautela. Por cierto, aunque una Iglesia progresista se vería festejada por su amplitud de miras por los tentados por la religiosidad light, no sobreviviría mucho tiempo si se preocupara principalmente por las necesidades materiales de los pobres y emitiera periódicamente declaraciones en las que denunciaría las iniquidades del capitalismo sin molestar a los fieles advirtiéndoles que sus errores podrían condenarlos al infierno. Mal que les pese a los seducidos por el facilismo y por la autocompasión, una institución como la Iglesia Católica tiene forzosamente que ser exigente. Así lo entendió Juan Pablo II. Por razones muy lógicas, el pontífice se negó a prestar atención a los que querían que la Iglesia se hiciera más "democrática", como si la verdad pudiera ser decidida por una votación. En la Argentina cada persona, sobre todo si es un político, se cree con derecho a atesorar su "verdad" particular, pero ninguna institución que pretende trascender el tiempo y por lo tanto derrotar la muerte puede hacer de la tolerancia infinita un principio fundamental.

Según los vaticanólogos, no es muy probable que el Papa polaco sea sucedido por un latinoamericano, aunque por razones demográficas el centro de gravedad de la Iglesia Católica ya se ha alejado de Europa y bien podría encontrar un refugio en esta parte del mundo. ¿Sería permanente? Siempre y cuando América latina no emule a Europa, podría cobijar por algunos siglos a la Iglesia "universal" hasta que, la tecnología mediante, la ubicación geográfica de la sede de una institución pierda toda importancia. Sin embargo, aunque América latina sigue siendo mayormente católica, el viejo monopolio de la Iglesia se ve amenazado por la proliferación de confesiones evangélicas, las despectivamente llamadas "sectas" de origen a menudo anglosajón, que congenian mejor que el catolicismo con el capitalismo individualista, anárquico, mediático y cambiadizo de nuestro tiempo. Puede que sus doctrinas sean menos elaboradas que las católicas que, al fin y al cabo, son el fruto de muchos siglos de refinamiento, pero su vigor es incuestionable y también lo es su capacidad para formar comunidades genuinas en una época cruelmente signada por rupturas sociales constantes en la que muchos, demasiados, se pierden por completo porque en el fondo no creen en nada. l

Por JAMES NEILSON