El Universal

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sábado, enero 22, 2005

El reino de los muertos vivientes

Por James Neilson

En algunos países afortunados, cuando un dirigente político cumple su ciclo se aleja del escenario para cultivar su jardín o, si por algún motivo se cree capaz de hacerlo, escribir sus memorias con la esperanza de que los historiadores encuentren motivos para tratarlo con bondad. Será, como dicen, un cadáver político. En la Argentina, empero, los políticos "de raza" no se jubilan jamás. Rodeados por fieles obsecuentes, se aferran como garrapatas a cuanto pedazo de poder se las hayan arreglado para conservar que entonces aprovecharán para sabotear el trabajo de todo advenedizo insolente que se supone en condiciones de remplazarlos. Algunos, al igual que El Cid, siguen ganando batallas aunque sus almas ya se hayan trasladado al más allá.Las consecuencias para el país de esta tradición a primera vista simpática pero en verdad muy mezquina han sido nefastas. Juan Domingo Perón hizo más que cualquier antiperonista por frenar la evolución del movimiento que lleva su nombre. Raúl Alfonsín y los suyos hicieron un aporte fundamental a la demolición del gobierno mayormente radical encabezado por su rival de muchos años Fernando de la Rúa. Y mientras siga al mando del grueso del aparato del PJ bonaerense, Eduardo Duhalde tratará por todos los medios de impedir que Felipe Solá logre gobernar con un mínimo de eficacia. También procurará hacer tropezar a su apadrinado, Néstor Kirchner, que como Solá no podrá resignarse a ser "un payaso" que se adhiera al libreto que le fue entregado por el mandamás bonaerense.La guerra entre Duhalde y Solá no tiene nada que ver con sus eventuales diferencias filosóficas. Aunque Solá tiene más mundo que Duhalde y comprende mejor lo que está sucediendo en el resto del planeta, en el peronismo las ideas son lo de menos. Como todos saben muy bien, es una lucha por el poder y por las sumas cuantiosas de dinero que genera la industria política en una etapa relativamente desahogada en la que el Presidente puede darse el lujo de repartir aumentos salariales sin preocuparse por el impacto fiscal. Estaba escrito que el enfrentamiento entre el ex gobernador y el actual estallaría porque en el peronismo, como en el ejército, no hay lugar para dos comandantes en jefe. Tampoco lo hay para los comisarios políticos. Cuando la jerarquía partidaria corresponde a la presupuesta por la marcha de las instituciones democráticas, los peronistas pueden disfrutar de un período de tranquilidad, pero si divergen como a menudo ocurre porque la Constitución vigente no es peronista, el conflicto es inevitable. Puesto que los tiempos internos del peronismo son bastante distintos de los de la política provincial y nacional, se ha producido un desfase que ya ha resultado intolerable. Aunque el duhaldismo se ha vuelto anacrónico, es demasiado poderoso como para ser desmantelado con rapidez, pero tanto Kirchner como Solá saben que a menos que lo eliminen no les será dado manejarse con soltura. Antes bien, tendrán que conformarse con el papel a su juicio indigno de títeres manipulados por un caudillo en las sombras que se ven obligados a rendir homenaje al auténtico jefe.Duhalde, como Alfonsín algunos años antes, encarna la "vieja política". A diferencia de Kirchner y, hasta cierto punto, Solá, su poder no depende de su imagen – la de Duhalde es pésima -, sino de su capacidad para dirigir a una multitud de personajes apenas conocidos y en algunos casos impresentables que ocupan sitios clave en las legislaturas o en el frondoso aparato partidario. Que sea así nos dice mucho acerca de la laberíntica crisis política del país. Al fin y al cabo, la Argentina es una democracia en la que los votantes mandan, ¿no? En teoría, lo es, pero sucede que con astucia hombres como Duhalde han logrado apoderarse de los vínculos que conectan el electorado con la clase política para asegurar que los mensajes enviados por la gente, sobre todo los más antipáticos, no llegan o, si lo hacen, están tan distorsionados que carezcan de significado, lo que ha permitido al establishment peronista de la provincia de Buenos Aires gozar de un grado envidiable de autonomía.
De cuando en cuando, Duhalde da a entender que es plenamente consciente de que sería mejor para el país que optara por jubilarse, pero, lo mismo que tantos otros caudillos y caciques que han desempeñado un papel en la vida del país, es reacio a abandonar a su suerte a los muchos que apostaron a su estrella y que firman solicitadas en las que aluden a "la lealtad", aquella virtud tribal, para no decir perruna, que suelen reivindicar quienes no pueden pensar en nada mejor. Toda vez que un caudillo habla de dar un paso al costado, sus seguidores asustados irán a cualquier extremo para convencerlo de que es imprescindible, que es el único que puede salvar el país de la ruina manteniendo a raya a los traidores, que es su deber continuar defendiendo sus banderas hasta el último aliento. Desgraciadamente para la Argentina, siempre han escaseado los líderes "históricos" con la entereza moral suficiente como para negarse a dejarse conmover por los lamentos, súplicas y elogios coreados por sus dependientes. Duhalde tiene otros motivos para temer al llano. Aquí un ex caudillo es un ser vulnerable que en cualquier momento podría caer presa de una jauría vengativa resuelta a destrozarlo por completo, mandándolo a la cárcel o forzándolo a despilfarrar años en tribunales hasta que por fin los casos en su contra se agoten por falta de méritos. Ya que Duhalde y sus adláteres figuran entre los próceres de una clase política que es mundialmente célebre por su corrupción, a sus enemigos no les sería demasiado difícil atraparlos. He aquí una razón, una más, por la que la Argentina se ve condenada a seguir conviviendo con un establishment político ultraconservador que la mayoría desprecia sin saber cómo remplazarlo por otro que merecería su respeto.Poco antes de acompañar a Kirchner a París, Solá, el que, le guste o no le guste, tendrá que intentar construir su propio aparato con piezas sustraídas al duhaldista, abrió las hostilidades con una proclama vigorosa en la que denunció la irresponsabilidad, frivolidad y voluntad de alterar la gobernabilidad de los legisladores leales al ex Presidente interino que, por su parte, habían tratado de enjaularlo impulsando un presupuesto sui géneris que, según él, además de privarlo de facultades esenciales previó una caja negra de dimensiones monstruosas para uso en las internas. Los duhaldistas reaccionaron mascullando palabras como "exterminio" pero desde Venezuela su jefe, confiado en que andando el tiempo el gobernador se resignará a su impotencia, prefirió "desdramatizar" la situación. La actitud dialoguista, casi de estadista emérito, asumida por Duhalde puede entenderse. Siempre y cuando la pelea se quede limitada al mundillo político, podría ganarla porque por ahora hay muchos más duhaldistas que felipistas. En cambio, si termina librándose en la calle y en los medios, el resultado sería imprevisible porque Solá posee una cara pública que es decididamente más simpática y, para colmo, representa "lo nuevo" en su lucha eterna contra "lo viejo". Con todo, no es probable que Solá esté dispuesto a correr los riesgos tremendos que le supondría convertir su rebelión contra la asfixiante hegemonía duhaldista en una cruzada popular. Puede que los peronistas hayan aprendido algo de las feroces guerras civiles que desgarraron su movimiento y el país en los dorados años setenta, pero esto no quiere decir que una recaída sea inconcebible. "Alterar la gobernabilidad" es un asunto serio. De abrirse muchas grietas en el caparazón institucional, saldrían a la superficie fuerzas oscuras largamente reprimidas que pondrían fin a la tregua social que siguió al asalto, encabezado por personajes adscriptos al duhaldismo, que asestó el golpe de gracia al tambaleante gobierno delarruísta. En buena lógica, el peronismo ya debería haberse dividido en por lo menos media docena de partidos distintos, pero por depender su poder de la costumbre de anteponer la unidad a detalles triviales como los supuestos por diferencias ideológicas insalvables, por el entusiasmo por "modelos" radicalmente distintos e incluso por lo que es de suponer separa al asesino del asesinado, la insurrección felipista no necesariamente llevará a la tan esperada fragmentación de un movimiento tan fabulosamente heterogéneo que ha hecho de la palabra tolerancia un sinónimo de cinismo. Que sea así es una lástima: la renovación de la política nacional será imposible mientras la mayoría de los políticos de carne y hueso insisten en privilegiar el poder y el dinero por encima de todas las demás cosas por razones que, en el caso del PJ, podrían calificarse de "estructurales".


Gobernador Felipe Solá -Ilustración: Pablo Temes-