El recital más trágico
Por JAMES NEILSON
Catástrofes como la ocurrida en Once pueden suceder en cualquier parte: en una discoteca norteamericana o china, o en un estadio de fútbol inglés. Se trata de lugares donde la gente entrega su propia identidad a este monstruo colectivo, de instintos primitivos, que es la muchedumbre pero algunos, en un alarde nihilista, quieren mostrarse aún más imprudentes que los demás. Y cuando una catástrofe debido a causas nada naturales ocurre se plantean las mismas preguntas acerca de la mentalidad de capas determinadas de la sociedad y del grado de responsabilidad de empresarios y de funcionarios. Por ser la Argentina un país atormentado por un sinnúmero de crisis entrelazadas que es penosamente consciente de sus deficiencias, la onda expansiva de la tragedia de la República Cromañón llevó enseguida a un autoexamen colectivo angustiante. Es como si lo que sucedió fue una metáfora de la Argentina actual, como si fuera una forma terrible de decirnos algo muy importante. Pero, ¿qué?
Para algunos, la muerte de casi dos centenares en la discoteca fue una prueba más de que la Argentina es atrozmente cruel con los jóvenes: se trata de una teoría peligrosa que, al excusar la "rebeldía" de quienes desprecian las reglas hasta tal punto que tiran bengalas en un recinto cerrado, podría contribuir a provocar nuevos desastres. Además, gracias en buena medida a la incapacidad de la economía de satisfacer las expectativas mínimas de más que una pequeña minoría de los habitantes del país puede decirse que la Argentina es igualmente cruel con los viejos, con los atrapados en la economía negra, con los ahorristas, con los desocupados y con muchísimos más, o sea, que es cruel con ella misma.
Para muchos, todo se debió a la codicia sin límites de los empresarios combinada con la desidia y corrupción de los agentes públicos, más la irresponsabilidad insensata de demasiados roqueros. Cavando más hondo, otros aludieron a la costumbre al parecer universal de tomar viveza por inteligencia y de celebrar a quienes dejan saber que se creen por encima de las aburridas normas. Al fin y al cabo, la Argentina es el país de los presidentes trasgresores cuya conducta desaprensiva motiva asombro en sociedades más exigentes, de los evasores impositivos ricos y de automovilistas a un tiempo asesinos y suicidas.
La caza de culpables no se hizo esperar. En buena lógica, la lista debería ser encabezada por el empresario del espectáculo, Omar Chabán, antes festejado por su desfachatez y voluntad de decir cosas tremendas, pero la mayoría prefirió remplazarlo por Aníbal Ibarra. Al fin y al cabo, es jefe de la municipalidad porteña y por lo tanto responsable de todo cuanto sucede en su jurisdicción. Aunque Ibarra delegó una parte de dicha responsabilidad a sus subordinados al aceptar en el acto sus renuncias, por lo menos tuvo la entereza a dar la cara en público una y otra vez, a diferencia del presidente Néstor Kirchner que optó por mantenerse lo más alejado posible de un desastre que podría ocasionarle costos políticos, llegando al extremo de afirmar con pomposidad desconcertante que la tragedia "fue demasiado grande y demasiado terrible para agregarle declaracionismos o gestos de exhibicionismo".
Más tarde, Kirchner se quejaría con amargura del periodismo "lamentable" de quienes escriben con la "pluma amarrilla llena de odio". Sin embargo, las críticas más fuertes a su actitud no aparecieron aquí sino en el exterior, sobre todo en España, donde se incluye entre los deberes del jefe de Estado el de liderar el luto en momentos de gran dolor nacional. No es cuestión de especular con la muerte de nadie sino de entender lo que ha de ser el papel del presidente y de saber ponerse a la altura de las circunstancias hasta cuando son adversas. Si bien los allegados de Kirchner defendieron con vehemencia su decisión de dejar solo a Ibarra durante cuatro días muy largos, en un país tan caudillista como la Argentina la prescindencia no es una opción. En vista de que al repercutir mal en el exterior el "estilo K" ya le está ocasionando disgustos en casa, este episodio no lo habrá ayudado a mantener intacta su buena relación con el grueso de la ciudadanía.
Fue inevitable que el infierno de la República Cromañón se politizara por ser cuestión de un desastre atribuible a la inoperancia de los encargados de velar por la seguridad de la gente que se ve amenazada no sólo por delincuentes armados sino también por sujetos que desprecian el sentido común. Entre los primeros en tratar de aprovechar la tragedia para llevar agua a su propio molino estaban los caciques de los pequeños grupos buitre de la izquierda que, como siempre, intentaron movilizar a sus tropas con el propósito de apropiarse del dolor de los familiares de los chicos muertos o en terapia intensiva, pero su maniobra les mereció el repudio de los que participaban de las protestas callejeras que se organizaron. Por su parte, dirigentes activos en otro segmento del arco ideológico trataron de usarlo para asestar algunos golpes contra Ibarra, en su opinión "cómplice" de Chabán y del pirómano que tiró la bengala.
Con todo, aunque Ibarra ha sido el blanco principal de los dardos de sus adversarios y de la calle, predomina la sensación de desamparo de quienes ven en la tragedia una consecuencia más de la ruptura de aquellos vínculos que en una sociedad mejor ordenada se darían entre los gobernantes y los gobernados. Se sospecha que los políticos, convencidos de que pase lo que pasare la gente seguirá votando por ellos y dándoles de comer, creen poder dedicarse a sus internas y la recaudación de fondos sin preocuparse por asuntos difíciles como la administración. Hace tres años, la indignación de los que sienten que políticos venales los han abandonado a su suerte se manifestó a través del grito "que se vayan todos". La semana pasada, la misma actitud de repudio flotaba en el aire.
Exageran mucho los que toman a la clase política por una cerrada oligarquía parasitaria dominada por sujetos que sólo sienten interés por el poder, el dinero y los aparatos clientelistas, pero no cabe duda de que la negativa a dotar a la Argentina de un Estado auténticamente profesional, un "servicio civil", está en la raíz de buena parte de las lacras nacionales porque supone desconocer que hoy en día una buena administración es imprescindible. También exageran quienes insisten en que todos los políticos, con la presunta excepción del favorito de turno, son iguales, pero así y todo escasean los "dirigentes" que no se hayan formado en el seno de la misma cultura mayormente populista, sensiblera y supuestamente contestataria. En la Argentina actual, idoneidad se considera un sinónimo de elitismo, autoridad equivale a autoritarismo, preocuparse por la eficiencia es un vicio neoliberal y pedir que se respeten las reglas es propio de un botón. Tales actitudes, y otras relacionadas con ellas como la resistencia a asumir responsabilidades y el afán autocompasivo de hacer creer que uno es víctima de la maldad ajena, han incidido profundamente en todos los ámbitos de la vida del país, afectando de modo sumamente negativo el manejo de la economía, la educación y la seguridad ciudadana.
Muchos saben que es así. Los que protestan contra la corrupción que creen inherente a "la política" intuyen que a menos que la Argentina logre salir pronto del estado de anomia en el que ha caído no habrá futuro ni para ellos ni para sus hijos. Desde que en un lugar que nunca debió haber sido habilitado se produjo aquel incendio que fue causado por un joven roquero "rebelde" que tal vez haya muerto, se han escrito centenares de artículos periodísticos, de enfoques muy diversos, en los que se deplora el desmoronamiento de una sociedad que se ha atomizado de tal modo que las distintas partes no parecen hallarse en el mismo territorio. De vez en cuando, un entusiasmo común o una esperanza compartida sirven para que se difunda la ilusión de que sólo se trata de un mal momento, de que a pesar de todo la Argentina sigue siendo un país muy solidario, de valores firmes, en el que todos quieren ayudar al próximo, pero pronto sucede algo terrible como el incendio de la República Cromañón que nos recuerda que las fisuras no han dejado de ampliarse.
Si sólo fuera cuestión de un gobierno municipal malo que por razones de dinero colabora con empresarios inescrupulosos, la solución sería sencilla, pero por desgracia nadie puede suponer que la eventual renuncia de Ibarra permitiría la llegada de una administración capaz de asegurar que en adelante no se repitiera la tragedia. Puede que andando el tiempo la presión de la opinión pública obligue a "los políticos" a modificar su orden de prioridades, pero para que ello ocurra será necesario que jefes insobornables no sólo en términos económicos sino también moral y políticamente emprendan reformas inspiradas en ideales que, por desgracia, no figuran en un lugar prominente en el "código de la política" local.
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Catástrofes como la ocurrida en Once pueden suceder en cualquier parte: en una discoteca norteamericana o china, o en un estadio de fútbol inglés. Se trata de lugares donde la gente entrega su propia identidad a este monstruo colectivo, de instintos primitivos, que es la muchedumbre pero algunos, en un alarde nihilista, quieren mostrarse aún más imprudentes que los demás. Y cuando una catástrofe debido a causas nada naturales ocurre se plantean las mismas preguntas acerca de la mentalidad de capas determinadas de la sociedad y del grado de responsabilidad de empresarios y de funcionarios. Por ser la Argentina un país atormentado por un sinnúmero de crisis entrelazadas que es penosamente consciente de sus deficiencias, la onda expansiva de la tragedia de la República Cromañón llevó enseguida a un autoexamen colectivo angustiante. Es como si lo que sucedió fue una metáfora de la Argentina actual, como si fuera una forma terrible de decirnos algo muy importante. Pero, ¿qué?
Para algunos, la muerte de casi dos centenares en la discoteca fue una prueba más de que la Argentina es atrozmente cruel con los jóvenes: se trata de una teoría peligrosa que, al excusar la "rebeldía" de quienes desprecian las reglas hasta tal punto que tiran bengalas en un recinto cerrado, podría contribuir a provocar nuevos desastres. Además, gracias en buena medida a la incapacidad de la economía de satisfacer las expectativas mínimas de más que una pequeña minoría de los habitantes del país puede decirse que la Argentina es igualmente cruel con los viejos, con los atrapados en la economía negra, con los ahorristas, con los desocupados y con muchísimos más, o sea, que es cruel con ella misma.
Para muchos, todo se debió a la codicia sin límites de los empresarios combinada con la desidia y corrupción de los agentes públicos, más la irresponsabilidad insensata de demasiados roqueros. Cavando más hondo, otros aludieron a la costumbre al parecer universal de tomar viveza por inteligencia y de celebrar a quienes dejan saber que se creen por encima de las aburridas normas. Al fin y al cabo, la Argentina es el país de los presidentes trasgresores cuya conducta desaprensiva motiva asombro en sociedades más exigentes, de los evasores impositivos ricos y de automovilistas a un tiempo asesinos y suicidas.
La caza de culpables no se hizo esperar. En buena lógica, la lista debería ser encabezada por el empresario del espectáculo, Omar Chabán, antes festejado por su desfachatez y voluntad de decir cosas tremendas, pero la mayoría prefirió remplazarlo por Aníbal Ibarra. Al fin y al cabo, es jefe de la municipalidad porteña y por lo tanto responsable de todo cuanto sucede en su jurisdicción. Aunque Ibarra delegó una parte de dicha responsabilidad a sus subordinados al aceptar en el acto sus renuncias, por lo menos tuvo la entereza a dar la cara en público una y otra vez, a diferencia del presidente Néstor Kirchner que optó por mantenerse lo más alejado posible de un desastre que podría ocasionarle costos políticos, llegando al extremo de afirmar con pomposidad desconcertante que la tragedia "fue demasiado grande y demasiado terrible para agregarle declaracionismos o gestos de exhibicionismo".
Más tarde, Kirchner se quejaría con amargura del periodismo "lamentable" de quienes escriben con la "pluma amarrilla llena de odio". Sin embargo, las críticas más fuertes a su actitud no aparecieron aquí sino en el exterior, sobre todo en España, donde se incluye entre los deberes del jefe de Estado el de liderar el luto en momentos de gran dolor nacional. No es cuestión de especular con la muerte de nadie sino de entender lo que ha de ser el papel del presidente y de saber ponerse a la altura de las circunstancias hasta cuando son adversas. Si bien los allegados de Kirchner defendieron con vehemencia su decisión de dejar solo a Ibarra durante cuatro días muy largos, en un país tan caudillista como la Argentina la prescindencia no es una opción. En vista de que al repercutir mal en el exterior el "estilo K" ya le está ocasionando disgustos en casa, este episodio no lo habrá ayudado a mantener intacta su buena relación con el grueso de la ciudadanía.
Fue inevitable que el infierno de la República Cromañón se politizara por ser cuestión de un desastre atribuible a la inoperancia de los encargados de velar por la seguridad de la gente que se ve amenazada no sólo por delincuentes armados sino también por sujetos que desprecian el sentido común. Entre los primeros en tratar de aprovechar la tragedia para llevar agua a su propio molino estaban los caciques de los pequeños grupos buitre de la izquierda que, como siempre, intentaron movilizar a sus tropas con el propósito de apropiarse del dolor de los familiares de los chicos muertos o en terapia intensiva, pero su maniobra les mereció el repudio de los que participaban de las protestas callejeras que se organizaron. Por su parte, dirigentes activos en otro segmento del arco ideológico trataron de usarlo para asestar algunos golpes contra Ibarra, en su opinión "cómplice" de Chabán y del pirómano que tiró la bengala.
Con todo, aunque Ibarra ha sido el blanco principal de los dardos de sus adversarios y de la calle, predomina la sensación de desamparo de quienes ven en la tragedia una consecuencia más de la ruptura de aquellos vínculos que en una sociedad mejor ordenada se darían entre los gobernantes y los gobernados. Se sospecha que los políticos, convencidos de que pase lo que pasare la gente seguirá votando por ellos y dándoles de comer, creen poder dedicarse a sus internas y la recaudación de fondos sin preocuparse por asuntos difíciles como la administración. Hace tres años, la indignación de los que sienten que políticos venales los han abandonado a su suerte se manifestó a través del grito "que se vayan todos". La semana pasada, la misma actitud de repudio flotaba en el aire.
Exageran mucho los que toman a la clase política por una cerrada oligarquía parasitaria dominada por sujetos que sólo sienten interés por el poder, el dinero y los aparatos clientelistas, pero no cabe duda de que la negativa a dotar a la Argentina de un Estado auténticamente profesional, un "servicio civil", está en la raíz de buena parte de las lacras nacionales porque supone desconocer que hoy en día una buena administración es imprescindible. También exageran quienes insisten en que todos los políticos, con la presunta excepción del favorito de turno, son iguales, pero así y todo escasean los "dirigentes" que no se hayan formado en el seno de la misma cultura mayormente populista, sensiblera y supuestamente contestataria. En la Argentina actual, idoneidad se considera un sinónimo de elitismo, autoridad equivale a autoritarismo, preocuparse por la eficiencia es un vicio neoliberal y pedir que se respeten las reglas es propio de un botón. Tales actitudes, y otras relacionadas con ellas como la resistencia a asumir responsabilidades y el afán autocompasivo de hacer creer que uno es víctima de la maldad ajena, han incidido profundamente en todos los ámbitos de la vida del país, afectando de modo sumamente negativo el manejo de la economía, la educación y la seguridad ciudadana.
Muchos saben que es así. Los que protestan contra la corrupción que creen inherente a "la política" intuyen que a menos que la Argentina logre salir pronto del estado de anomia en el que ha caído no habrá futuro ni para ellos ni para sus hijos. Desde que en un lugar que nunca debió haber sido habilitado se produjo aquel incendio que fue causado por un joven roquero "rebelde" que tal vez haya muerto, se han escrito centenares de artículos periodísticos, de enfoques muy diversos, en los que se deplora el desmoronamiento de una sociedad que se ha atomizado de tal modo que las distintas partes no parecen hallarse en el mismo territorio. De vez en cuando, un entusiasmo común o una esperanza compartida sirven para que se difunda la ilusión de que sólo se trata de un mal momento, de que a pesar de todo la Argentina sigue siendo un país muy solidario, de valores firmes, en el que todos quieren ayudar al próximo, pero pronto sucede algo terrible como el incendio de la República Cromañón que nos recuerda que las fisuras no han dejado de ampliarse.
Si sólo fuera cuestión de un gobierno municipal malo que por razones de dinero colabora con empresarios inescrupulosos, la solución sería sencilla, pero por desgracia nadie puede suponer que la eventual renuncia de Ibarra permitiría la llegada de una administración capaz de asegurar que en adelante no se repitiera la tragedia. Puede que andando el tiempo la presión de la opinión pública obligue a "los políticos" a modificar su orden de prioridades, pero para que ello ocurra será necesario que jefes insobornables no sólo en términos económicos sino también moral y políticamente emprendan reformas inspiradas en ideales que, por desgracia, no figuran en un lugar prominente en el "código de la política" local.
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