Cómplices de la desgracia
Santiago Kovadloff
Cuidémonos de las estadísticas. ¿Las docenas de miles de cadáveres cosechados por un maremoto en el sudeste asiático, hace unos días, son más o menos que los casi dos centenares de muertos que el fuego y la asfixia sembraron tres noches atrás en el barrio de Once? Los muertos no se suman ni se restan. Los muertos son siempre incalculables. Sólo el dolor y la desesperación y el amoroso recuerdo pueden ponderarlos. Cuidémonos también de las analogías precipitadas. Cuando la que aniquila es la Naturaleza, como acaba de ocurrir tan lejos de nosotros, es inútil clamar por culpables. Las catástrofes naturales son hijas del destino. Nadie ni nada las puede evitar. Y muchas veces, como en este caso, ni siquiera prevenir. Hace mucho que hemos olvidado que el hombre no sólo es un creador. También es una criatura. Creador de leyes y sujeto a leyes que no ha creado. Cuando, en cambio, la irresponsabilidad convoca a la desgracia, como acaba de ocurrir entre nosotros, ya no cabe remitirse al destino. Lo que cabe es exigir la aparición de los responsables de tanta muerte inducida. Una cosa es fallar, equivocarse, fracasar en la salvaguardia de la vida cuando todos los recaudos imaginables han sido tomados y aun así lo hecho resulta insuficiente. Otra muy distinta es promover el fracaso desentendiéndose de toda responsabilidad preventiva, rehuyendo el empeño indispensable para que lo peor no llegue a suceder. En este caso, cuando el desastre deja caer su zarpazo, no puede negarse que hubo complicidad humana. Y en la medida en que la hubo, se impone hacer justicia.
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La vida sigue siendo un bien devaluado en la Argentina. La inseguridad no abunda solamente en las calles. Florece, por lo visto, también en las discotecas. Un joven resuelve sumarse al júbilo que promete una de ellas. Un adulto, en ese mismo lugar, desoye el consejo de la prudencia y el sentido común, y decide clausurar la salida de emergencia de este sitio que albergará multitudes. Dos hechos, en principio, desvinculados. Más tarde, sin embargo, los enlaza la tragedia. El joven, multiplicado por decenas, se convierte en víctima; el adulto, indiscutiblemente responsable, en victimario. Sí, en victimario porque, en la calle Bartolomé Mitre 3066, la muerte fue convocada el último jueves de diciembre. Alentada a hacerse presente por la inseguridad criminal de quienes, exceptuados de todo control, rifaron la vida de sus prójimos en el altar de los negocios fáciles. Se fugó y ya está preso, por supuesto, el dueño de ese sitio siniestro. ¿Lo estarán también quienes, como funcionarios que son del Gobierno, tenían la responsabilidad de controlar el local y determinar si reunía o no las condiciones indispensables para que allí reinara la seguridad? ¿El Estado, a esta hora, se está mirando a los ojos o lo hace hacia un costado mientras silba bajito y ensaya la mímica del pesar compartido?
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Dos cosas son igualmente ciertas. Esperarlo todo del Estado es absurdo. No exigirle nada es suicida. Los cómplices de la desgracia existen. No estamos ante las consecuencias pavorosas de un arrebato ciego de la naturaleza. Estamos ante un acto criminal favorecido por la desaprensión y por la perversidad que la inspira. Estamos ante un delito mayor con responsables mayores. ¿Hasta dónde hay conciencia entre nosotros de que, en la Argentina, son chicos y jóvenes los más jaqueados por la destrucción? ¿De que los marginados son, en su enorme mayoría, chicos y jóvenes con su futuro clausurado por el olvido y el menoscabo? ¿De que son chicos y jóvenes principalmente los que en este país son arrojados al delito como una rutina de supervivencia? ¿De que son chicos y jóvenes ante todo los bastardeados por la siembra de ignorancia tanto como por la falta de pan? ¿De que son chicos y jóvenes los que primeramente terminan expuestos a la muerte por asfixia, fuego y abandono con aterradora frecuencia, como ayer fueron otros jóvenes e incluso otros chicos, a manos de otras violencias? El maremoto reciente, con su terrible y anónima energía, viene a decirnos que seguimos siendo criaturas inermes en un universo ciego. La tragedia del barrio de Once no admite resignación. Exige justicia. Exige el rigor de la ley y la rotundidad de una investigación radical. El nacimiento, de una buena vez, de un Estado responsable.
El autor es filósofo y ensayista.
La Nación.