El Universal

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viernes, diciembre 24, 2004

Tres años de hibernación

Por JAMES NEILSON

Ya han transcurrido tres años desde que el derrumbe del gobierno del presidente Fernando de la Rúa, y con él de una parte nada despreciable de la economía, dejó traumatizado al país. Aunque de resultas de una transferencia masiva de recursos de quienes tenían algo a la clase política mediante una devaluación brutal seguida por la pesificación asimétrica - o sea, arbitraria -, millones de personas se vieron depauperadas para siempre y otras perdieron casi por completo los ahorros de toda una vida, la mayoría de la población se resignó pronto al despojo consolándose con la idea de que todo pudo haber sido mucho peor. Es que por una multitud de razones vinculadas con una cultura política sui géneris que difícilmente podría ser menos apropiada para los tiempos que corren, a muchos les resultó fácil aceptar que por haber sido absurdo, "una ficción", el sueño de los años noventa de una Argentina primermundista, lo único que les quedaba era aferrarse a un destino de tercera. Huelga decir que los más interesados en propagar esta visión decididamente modesta de las posibilidades nacionales han sido los que militaban en la coalición que, luego de haber saboteado el esfuerzo por recuperar el terreno perdido en las décadas anteriores, hace tres años se las arregló para asestarle el golpe de gracia. A partir de aquellas jornadas, dicha coalición de políticos clientelistas, sindicalistas anacrónicos, cruzados anticapitalistas y, claro está, empresarios cortesanos que no quieren saber nada de la competitividad, ha manejado el país a su antojo.
Felizmente para los responsables de aquel desastre, personajes como Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde, más su heredero Néstor Kirchner, pero no necesariamente para el país, la decisión colectiva de abandonar el intento inevitablemente desprolijo de adaptarse a un mundo cada vez más globalizado coincidió con una mejora notable de las circunstancias internacionales. En un lapso muy breve, se revirtió la coyuntura negativa de los años finales del siglo pasado que fue signada por un dólar fortachón, inestabilidad financiera en todas partes y precios bajos para productos como la soja. Como resultado, 2004 ha sido un año muy bueno para todos los países latinoamericanos. Si bien las economías de Brasil y Chile no crecieron tanto como las de la Argentina y el Uruguay, en su caso no se trata de un rebote después de una caída calamitosa sino de la aceleración de un ascenso que no fue abruptamente interrumpido. Puesto que desde hace más de treinta años la economía argentina sube y baja como un yo–yó en manos de un chico esquizofrénico sin por eso hacerse más productiva, el que haya disfrutado de algunos meses estadísticamente espléndidos no quiere decir mucho. Por lo demás, mientras que en el resto del mundo casi todos los gobiernos entienden muy bien que a pesar de la resistencia de sectores amplios y combativos tendrán que concretar "reformas estructurales" importantes porque de lo contrario sus países se verán aplastados por los cambios que ya están en marcha, en la Argentina se supone que la mejor manera de prepararse para lo que vendrá consiste en negarse a reformar nada.
Los motivos de esta actitud miope, para no decir suicida, son dos. El primero es que la legitimidad del orden que surgió a raíz del "golpe civil" de tres años atrás descansa en la idea de que bajo Carlos Menem y De la Rúa el país fue víctima inocente de un experimento atroz llevado a cabo por una banda de "neoliberales" ya dementes, ya criminales, pero por fortuna Duhalde, acompañado por la gente, pudo salvarlo. El segundo motivo consiste en la extrema precariedad del sistema institucional. No obstante sus bravuconadas, el gobierno de Kirchner es tan débil que le es virtualmente imposible pensar en el mediano plazo y ni hablar del largo. Aun cuando comprendiera la necesidad urgente de reformar – mejor dicho, de construir – el Estado, privilegiar por encima de todo la educación, restaurar cierta seguridad jurídica, seducir a los inversores saliendo del default de tal modo que los acreedores lo respeten, y limitarse a impulsar aquellas actividades económicas que con suerte lograrán sobrevivir en el mundo de mañana, no podría hacerlo. La gran tragedia argentina se debe a que ya no tiene una clase dirigente que esté en condiciones de pensar en términos estratégicos pero que procura distraer la atención de su impotencia dedicándose a rabiar contra el rumbo que ha tomado el resto del planeta.
Será por su conciencia de que, por políticamente útil que le sea encabezar tales protestas, se trata de una actividad que es esencialmente estéril que en las semanas últimas Kirchner se ha mostrado tan exasperado, peleándose con todo el mundo con la excepción, hasta ahora, del decrépito dictador cubano que comparte con él la ambición extraña de hacer de su país el reducto indomable de un ideario anticuado. En su búsqueda desesperada de salidas y atajos, Kirchner no sólo ha fantaseado con una rebelión izquierdista o hiperpopulista contra el universo sino también con remplazar al FMI con China o de liberarse de la plaga neoliberal pagándole a Rodrigo Rato un rescate fabuloso. Pero puede que haya empezado a darse cuenta de que no habrá ninguna solución mágica para el gran embrollo argentino, que le guste o no le guste el país tendrá que aprender a vivir en el mundo tal y como es. Hace pocos días, el secretario de Relaciones Económicas Internacionales, Alfredo Chiaradia, sorprendió a muchos al advertirles a los productivos que tendrán que prepararse para competir, aseverando que "es inútil perder el tiempo intentando evitar algo que igual va a ocurrir".
Tiene razón. En muchos otros países, entre ellos Estados Unidos, Italia y España, la irrupción de China como una gran potencia fabril está causando estragos a las empresas de baja tecnología y salarios modestos. Sólo se trata de un comienzo. Los que creen que en los años noventa el país se vio asaltado por una horda de capitalistas salvajes no encontrarán epítetos lo bastante contundentes como para calificar a lo que les sucederá en cuanto China se ponga a exportar en serio. Para colmo, no será cuestión meramente de aquellos productos – ropa, juguetes, calzado – que siempre han sido considerados aptos para países atrasados en los que los trabajadores ganan muy poco. China está decidida a competir en todo, desde los bienes más sencillos hasta los tecnológicamente más sofisticados, lo que es una pésima noticia para los países de nivel educativo reducido que han procurado remediar sus deficiencias devaluando la moneda y resistiéndose a honrar sus obligaciones.
Fue habitual tildar los años setenta de "una década perdida" para la Argentina y otros países latinoamericanos, una calificación que más tarde sería aplicada aquí a los ochenta y los noventa. ¿Será el primer decenio del siglo XXI otra "década perdida"? A menos que una vez más esté por producirse un viraje espectacular, en lo que le queda los grupos dominantes seguirán resistiéndose a permitir los cambios sin los cuales ningún país podrá mantenerse a flote en los tiempos que se aproximan. Si bien les convendría a los muchos políticos que se sienten comprometidos con el esquema corporativista existente que los argentinos siguieran optando por "luchar" contra el mundo, negándose a hacer frente a los desafíos provenientes del exterior, pero a la inmensa mayoría de la población no le beneficiaría en absoluto la concreción de su sueño de un país cuya relación con el resto del planeta se asemeja a la de Santiago del Estero con la Capital Federal. Antes bien, significaría la consolidación del "modelo" lumpen que fue instalado por Duhalde y que por razones políticas Kirchner se ha visto constreñido a reivindicar.
Por tratarse de un modelo que se basa en la resignación, su futuro depende de la voluntad mayoritaria de continuar conformándose con la mediocridad por suponer que cualquier alternativa sería todavía peor. Acaba de cumplir tres años, efemérides que fueran celebradas, como han sido tantas otras calamidades, con las marchas tumultuosas de siempre de los piqueteros y agrupaciones izquierdistas que en esta ocasión exteriorizaron la decepción que sienten por un episodio que, lejos de poner fin a "la miseria y explotación" de los de abajo, sólo sirvió para agravar su situación. Por su parte, los voceros principales de la clase política, tanto peronistas como radicales, insistieron en que la culpa fue del entonces presidente De la Rúa por su "debilidad", lo que puede ser cierto aunque, a juzgar por la experiencia de sus sucesores, para que sea "fuerte" un mandatario en la Argentina actual tendría que defender los privilegios de sus congéneres de la clase política rehusándose en nombre de las esencias patrias y de la guerra santa contra el FMI a emprender reforma alguna que pudiera incomodarlos.



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