El Universal

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sábado, febrero 26, 2005

El presidente Teflon


Por James Neilson
A Ronald Reagan lo llamaban el presidente Teflon. Para despecho de sus enemigos, asombro de los neutrales y regocijo de sus simpatizantes, luego de sumergirse en otro baño de suciedad el "gran comunicador" saldría sonriente con su imagen tan inmaculada como antes. Parecía que todo lo malo le era ajeno. Aunque nadie lo acusaría de tener el mismo don de gentes que Reagan, Néstor Kirchner también ha sabido cubrirse de Teflon, aquella sustancia maravillosa de Dupont que según los fabricantes "evita la adherencia y el empastamiento de la suciedad" y "favorece el deslizamiento". Hasta los progres lo quieren porque, les aseguran, "no ataca la capa de ozono".
Kirchner, pues, es un privilegiado. Episodios escabrosos que resultarían más que suficientes como para hundir a otros mandatarios no parecen afectarlo en lo más mínimo. ¿La plata de Santa Cruz depositada en el exterior? Carece de interés. ¿Las anomalías que se han detectado en sus declaraciones juradas? No tienen importancia. ¿Su trayectoria como cobrador de deudas implacable, oficio que le permitió comenzar a acumular la mayor fortuna presidencial desde vaya a saber cuántos años? Una anécdota, nada más. ¿La negativa a entender que su salud es un asunto de Estado? No significa nada. ¿El silencio de radio que mantuvo durante días después de la catástrofe del boliche República de Cromañón? Fue una reacción apropiada. ¿Su costumbre de tratar mal a sus colaboradores? Se debe a su carácter fuerte. ¿El descontrol sistemático que hizo de Ezeiza el aeropuerto favorito de los narcotraficantes? El Gobierno o, cuando menos, el Presidente nunca tuvo nada que ver con la empresa Southern Winds que está en el epicentro de lo que amenaza con convertirse en uno de los escándalos más graves de los tiempos últimos.
Demás está decir que Kirchner dista de ser el primer presidente de la historia argentina que haya contado con una suerte de patente de impunidad otorgado por una sociedad agradecida. Juan Domingo Perón tuvo uno: "Puto o ladrón, queremos a Perón" coreaban sus incondicionales cuando aún estaba proscrito. Otro así beneficiado fue Carlos Menem, el transgresor emblemático, hasta que un buen día el país se negó a renovarlo. Sin embargo, mientras que la voluntad de tolerar las excentricidades de Perón y Menem puede atribuirse al clima de bienestar que se difundió por el país en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y en la época de gloria de la Convertibilidad, a Kirchner le ha tocado gobernar en un lapso más espartano. Si bien en términos macroeconómicos el país ha crecido mucho en los casi dos años de la gestión kirchnerista, lo ha hecho de manera llamativamente menos equitativa que en cualquier período de rebote del pasado. Además, es de suponer que a esta altura la mayoría de los nuevos pobres -varios millones de personas- entenderá que nunca le será dado recuperar el nivel de vida de antes de la caída. Y para colmo, la "estrategia" económica del gobierno de Kirchner se basa en un dólar "recontraalto" cuyo mérito principal consiste en que sirve para mantener recontrabajos los salarios de los trabajadores.
Los deseosos de saber el porqué de la popularidad duradera de Perón y la con fecha de vencimiento de Menem la achacaban no sólo a las circunstancias sino también a sus características personales. Creían que en cierto modo encarnaban el argentino promedio, este ser mítico que se ufana de su capacidad para salir adelante, sustrayéndose a las situaciones más comprometidas, gracias a su simpatía y a su desprecio por las reglas que suelen respetar individuos menos vivos. ¿Es éste el secreto de la capacidad evidente de Kirchner para plantear por encima del mar turbulento en el que otros mortales luchan por mantenerse a flote? En parte, lo es. No cabe duda de que a la gente le ha encantado su prepotencia truculenta frente al FMI y los acreedores. En su opinión, se trata de una forma de defender la dignidad nacional, de luchar contra un mundo que se ha mostrado perversamente reacio a entender que el desastre argentino no puede ser culpa de los argentinos mismos.
Tal explicación resultaría convincente si después de algunos meses de vacilación la mayoría, debidamente impresionada por las embestidas de Kirchner contra las fuerzas armadas y la Corte Suprema menemista, hubiera optado por festejar sus hazañas, pero no ocurrió así. A pesar de haber recibido los votos de apenas el 23 por ciento del electorado, al iniciar su gestión Kirchner ya contó con la aprobación de buena parte de la población del país porque en la Argentina malherida y confusa de mediados de 2003 la ciudadanía quería tanto confiar en el Presidente que no titubeó en darle su pleno apoyo aunque poco antes se había mostrado contraria a la "estrategia" que impulsaría. Tal vez hubiera actuado igual si el ganador fuera Menem, Ricardo López Murphy o Elisa Carrió, personajes de ideas diferentes que, en el caso de los dos primeros, hubieran emprendido un rumbo muy distinto del elegido por Kirchner, pero puesto que es imposible rebobinar la historia no hay forma de saberlo.
De todas maneras, el que tantos hayan querido que el Presidente sea protegido por una versión moderna de la égida que amparaba a ciertos héroes de la mitología griega nos dice mucho más acerca del estado actual de la cultura política del país que de la personalidad de Kirchner. Aunque la presión ciudadana está impulsando mejorías puntuales en algunos ámbitos, sigue profundizándose la decadencia de los Poderes Legislativo y Judicial. No es que el Ejecutivo los estén socavando adrede, aunque como es lógico aprovecha todas las oportunidades para fortalecer su propio rol, sino que la conciencia de que en última instancia casi todo depende de la imagen del gran jefe es de por sí desmoralizadora. Por justificadas que puedan ser, las purgas drásticas que esporádicamente ordena Kirchner sin que nadie trate de oponérseles por miedo a desatar una crisis de desenlace imprevisible están debilitando cada vez más las instituciones del país.
Lo que hace tan atractivo el hiperpresidencialismo, porque es de eso que se trata, es que simplifica muchísimas cosas. Cuando lo que más cuenta es el ráting del inquilino de la Casa Rosada, lo demás – la calidad de las instituciones, la labor parlamentaria, la eficiencia administrativa – pasa al segundo plano. En la campaña electoral que está comenzando, la incidencia de tales temas será con toda seguridad escasa. Los resultados se verán determinados por factores primordiales como los supuestos por la lealtad de los votantes hacia alguno que otro candidato y por la presunta relación de ciertos personajes con Kirchner. Jugará un papel fundamental la convicción voluntarista, casi mágica, de que si uno apoya al Presidente será más probable que su gestión resulte exitosa.
Desde el punto de vista de muchos políticos, la simplificación extrema que es propia del hiperpresidencialismo entraña muchas ventajas. Al fin y al cabo, para abrirse camino no tienen que hacer mucho más que declararse fieles al gran líder de turno. Ya que es mucho más provechoso ser obsecuente de lo que sería trabajar con tesón y honestidad en un intento de servir a la comunidad, empresa que a menudo supone enemistarse con una horda heterogénea de corruptos y haraganes, no es del todo sorprendente que el grueso de la clase política nacional se haya granjeado el desdén de la ciudadanía que, conforme a las encuestas de opinión, lo cree irremediablemente mediocre, sin por eso proponerse mejorarlo prestando más atención a las cualidades de su integrantes que a sus presuntos compromisos con el Presidente o con un caudillo local que, por su parte, por razones netamente pragmáticas hoy en día propenderá a afirmarse tan kirchnerista como el que más.
Para los opositores, es especial para los ex radicales Carrió y López Murphy, la voluntad colectiva de permitirle a Kirchner despegarse de cualquier desgracia es motivo de mucha frustración. La chaqueña ha reaccionado haciendo de Kirchner el blanco de andanada tras andanada de fuego retórico, calificándolo de "guarango" y pronosticando para el futuro cercano una implosión apocalíptica del Estado nacional, catástrofe que es de suponer pondría fin al kirchnerato, aunque es factible que el Teflon resulte capaz de salvarlo del destino triste así previsto. Por su parte, López Murphy parece haber decidido reciclarse en un dirigente popular que, como otros del mismo género, no tendrá demasiado interés en enterarse de todos los detalles desagradables que podrían encontrarse en los prontuarios de sus aliados eventuales, o sea, apostar a que como Kirchner no se vea obligado a pagar ningún costo político por los pecados cometidos por sus socios.
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