El Universal

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domingo, junio 26, 2005

Elogio de la dificultad, por Beatriz Sarlo

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A los dieciséis años, en la biblioteca pública del pueblo, el lector encontró un libro cuyo título era Ulises, la novela de James Joyce. Desconocía por completo el nombre del autor y pensó que se llevaba a su casa un libro sobre el héroe de Homero, o sobre mitología griega.

Durante sábado y domingo no paró de leer y el lunes llevó el libro a la escuela y se lo mostró a uno de sus profesores, preguntándole, con absoluta inocencia, si lo conocía. El profesor, enfrentado con una de las más grandes y famosas novelas del siglo XX, optó por no apabullar al adolescente informándole que cualquiera conocía por lo menos el título y el nombre del autor. Lo felicitó, en cambio, por haberlo leído tan rápido, ya que él mismo había tardado varias semanas.

La anécdota es extraordinaria porque describe un hecho milagroso y raro pero no excepcional: alguien enfrentado con una novela difícil que, de antemano, se diría que es superior a sus fuerzas, la atraviesa a los ponchazos, y descubre que está fascinado por lo que entiende y también por lo que no entiende. Una relación con la literatura comienza muchas veces con libros que no se entienden del todo o no se entienden casi nada.

A veces la formación de un lector de literatura pasa por el enigma imposible de resolver, por la aceptación de que lo que se está leyendo queda lejos y es exótico. Como si se tratara de una fortuna millonaria o de la capacidad para jugar bien al fútbol o al tenis, capacidad que no se posee, pero que se admira. Si alguien puede describir minuciosamente un auto que nunca podrá comprarse, también puede mirar un libro que quizás nunca llegue a dominar del todo.